Cuaderno de bitácora

Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

La isla fantasma de las Canarias


Hace siglos que una leyenda, transmitida de generación en generación, asegura que existe una octava isla en el archipiélago canario, conocida como San Borondón, que algunos afirman haber visto e incluso fotografiado, hasta el punto de constar en ciertos mapas, pero sin que ninguna expedición haya podido dar con ella.

El nombre de esta mítica última isla canaria proviene de un monje benedictino irlandés que se pensó habría sido su descubridor. Brendan el Navegante, posteriormente elevado a los altares y conocido en castellano como San Brandán o San Brandano, viviría aproximadamente entre los años 487 y 577, y habría iniciado una exploración del Atlántico en busca del paraíso terrenal por orden de un ángel, acompañado por 14 monjes, en un curragh, una embarcación tradicional irlandesa de madera y cuero, sin velas ni timón. Tras siete años, habrían encontrado tierra.

Brendan, en el monasterio de Clonfert que había fundado y del que fue abad, había recibido la visita del anciano ermitaño Barinto, su primo, que le había revelado la existencia de unas islas maravillosas al oeste de la de las delicias, en las que él mismo había recalado, tan ricas en frutos y tesoros que llamó Islas de los Bienaventurados, "donde estuvo Adán el primero y donde Dios permitía a sus santos vivir después de la muerte". Cuando San Brandán atracó en esa tierra paradisíaca, entendió que era la misma que le había trasladado Barinto: frondosa y fértil, con agua cristalina y clima benigno. Aquel emplazamiento recibió el nombre del navegante: San Brandán, que derivó en San Borondón.

Tras haber desembarcado en cada una de las siete islas canarias, pensando ya en retornar a su puerto de origen, San Brandán volvió a ser visitado por un ángel que le encomendó seguir su incursión por el océano, y obedeció el encargo. Siete años más tarde, desesperado por no poder ubicar la tierra prometida, Brendan suplicó a Dios encontrar un sitio donde desembarcar. Justo en ese momento, un terreno emergió del fondo del océano. Una vez allí, instruyó a cada uno de los frailes para que celebraran una misa. A su finalización, cuando encendieron el fuego para poner el caldero, el suelo comenzó a temblar como si fuera una gran ola, de tal manera que tuvieron que subir apresuradamente a las naves y, mientras se alejaban, observaron cómo la aparente tierra se sumergía bajo el mar, resultando una ballena de proporciones astronómicas, una historia que recuerda a la de Jonás. San Brandán dijo a sus compañeros que Dios le había revelado esa noche que esa era la criatura más grande de cuantas poblaban el mar, bautizada como Jasconio.

Brandán y sus compañeros, según narraron, divisaron islas maravillosas en el Océano Atlántico: la Isla de los Pájaros, en la que las aves cantan salmos y alaban a Dios; la isla en la que Judas cumple su penitencia, o el enorme pilar de cristal en un mar de niebla que costaba tres días rodear. Tras ese periplo, por fin arribaron al lugar que llamaron el Paraíso, donde fueron recibidos por San Pablo el Ermitaño.

El relato de las aventuras de este monje y sus compañeros no se registró hasta cientos de años después, en el siglo X, en la obra Navigatio Sancti Brandani (La Navegación de San Brandán), escrita en latín, la lengua culta del momento, y además se tradujo a varias lenguas vernáculas europeas, extendiéndose por el Viejo Continente.

 

Los romanos ya desde el siglo II, tras Ptolomeo, se referían a esta isla como Aprositus o Inaccesible, y recibió una variedad de apelaciones: Encubierta, Antilia, Non Trubada, Isla de las Siete Ciudades, Encantada, Non Trovata e Isla de San Brandán, transformada en el contexto canario a San Borondón.

La isla tuvo extensa difusión y apareció en diversas cartas náuticas y obras geográficas.

El primer mapa en que se muestra es el famoso Mapa Mundi de Hereford (c.1291) de la catedral de dicha población inglesa, en el que una inscripción en latín indica que las Afortunadas (Canarias) son siete islas, las de San Brandán. También se incluyó en el mapamundi del monasterio de la localidad alemana de Ebstorf, de finales del siglo XIII, desaparecido en un bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial.

Cartas naúticas de los siglos XV y XVI registraban esta isla, explicando que emergía solo en un par de ocasiones cada cien años. Numerosos capitanes, cronistas y navegantes, castellanos y portugueses, e incluso corsarios, declaraban haberla visto en el extremo oeste de las islas Canarias, y algunos hasta haber puesto el pie en ella, describiendo su vegetación exuberante, y marcando sus coordenadas en un mapa. Extrañamente, al regresar posteriormente en una campaña organizada para reconocer el terreno con más detalle, ya se había esfumado, como si la hubiera tragado el océano, topándose solo con mar abierto.

La aparición y desaparición de la isla podría atribuirse al fenómeno natural denominado fata morgana, una especie de espejismo marítimo con base empírica; bajo condiciones concretas de densidad y temperatura del aire, del agua y de la tierra y de altitud, se produciría el reflejo de otra isla cercana, una coincidencia extraordinaria de factores que podrían deformar la silueta de La Palma o El Hierro y proyectarlas en el horizonte creando la ilusión óptica de que hay más islas. Al verse solo en las condiciones climáticas adecuadas, era poco probable que al volver se diera la misma coyuntura para avistarla de nuevo.

Muchos creyentes en la veracidad de San Borondón pudieron asimismo desembarcar sin saber en qué isla concreta lo estaban haciendo. Las Canarias habían sido pobladas en torno al siglo II a.C. durante la ocupación romana de Libia, palabra en la que los romanos englobaban el norte de África, pero todavía eran poco conocidas por los marinos castellanos, que habían llegado a ellas apenas en el siglo XV, conquistándolas entre 1402 y 1496, y tardaron en explorarlas en profundidad.

 

Entre los siglos XV y XVIII, numerosos testimonios aseguraban haber divisado una isla en el horizonte occidental mientras recorrían la costa africana hacia el sur. La recurrencia llevó a que fuera dibujada y cartografiada, y se la añadiera en muchos mapas oficiales de la época, en los que San Borondón es representada a veces como parte del archipiélago canario.

El propio Cristóbal Colón, gran conocedor de las Canarias, el 25 de septiembre de 1492 reseñaba en el cuaderno de bitácora que "al sol puesto, subió Martín Alonso en la popa de su navío, y con mucha alegría llamó al Almirante, dándole albricias que veía tierra. Y todos afirmaron que era tierra (…) y que habría a ella veinticinco leguas".

A finales del siglo XVI, el franciscano Juan de Abreu Galindo definió la situación exacta de la isla, dando credibilidad a su realidad, igual que Leonardo Torriani, que localizó cartográficamente la isla a partir de crónicas de marinos que dijeron haberla visto, y así consiguieron que figurase entre los temas relacionados con la conquista de Canarias. Fue parte de la negociación del Tratado de Évora, firmado el 4 de junio de 1519. En él, el rey de Portugal, Manuel I, cedía al de Castilla, Carlos I, los derechos sobre San Borondón, "si se hallara".

Frascisco Fernández de Lugo, regidor de la isla de Tenerife, presentó un memorial pidiendo a la Corona castellana autorización para acometer a su costa la conquista de la isla, que llamó de Sant Blandian, en nombre de Castilla, solicitando aquel mismo año de 1519 la concesión de unas capitulaciones semejantes a las que nombraron Almirante a Cristóbal Colón antes de colonizar las Indias, con dignidad de Gobernador y obteniendo la décima parte, a perpetuidad, para sí y sus sucesores, de todas las riquezas que fueren allí recabadas.

El proyecto de control de San Borondón fue explicitado en un documento que asegura: "muchas veces se ve y divisa una isla que se llama Sant Blandián, a la que muchos han ido a buscar, así vasallos de Vuestra Majestad como del rey de Portugal, la cual dicha isla nunca han podido hallar". Requería "armar tres navíos así de gente como de vituallas (…) y hacer a la mar por espacio de un año si fuere menester, hasta hallarla si placiere a Dios". Pedía recibir un salario equivalente al del gobernador de Gran Canaria y que se le confiriese la competencia de poner y quitar jueces. Además, afirmaba que pretendía erigir en San Borondón una abadía "como la de Valladolid", refiriéndose a la abadía de Santa María, que tuvo la ciudad castellana hasta que Felipe II mandó construir su catedral.

Sin embargo, por más que muchos emprendieran su búsqueda a lo largo de los siglos, todas las expediciones que zarparon con ese objetivo fracasaron. Así les ocurrió en 1526 a Hernando de Troya y Francisco Álvarez, vecinos de Canarias, que partieron desde Gran Canaria. En 1529, el clérigo sevillano Juan Díaz, cronista de Indias y capellán de las tropas de Hernán Cortés en la conquista de México, por entonces clérigo en la ciudad de Las Palmas, se sumó a la operación en la que participó también Hernando de Troya, con el compromiso, en el caso de descubrir la isla, de fundar su iglesia designándosele obispo de San Borondón.

 

Tampoco culminó en éxito la misión de Hernando de Villalobos, regidor y depositario general de la isla de La Palma, autorizada en 1570 por Felipe II, ni la del médico Melchor de Lugo el mismo año desde Santa Cruz de La Palma. Cada partida que regresaba sin resultados alimentaba más el deseo de acertar con la legendaria isla, cuya historia representa el deseo humano de encontrar el edén.

El 10 de agosto de 1958, el titular del diario ABC sorprendentemente afirmaba: 'La isla errante de San Borondón ha sido fotografiada por primera vez'. La imagen había sido tomada recientemente por Manuel Rodríguez Quintero, conocido como el Cernícalo, al atardecer, desde la isla de La Palma, "un día de horizonte y cielo limpio". Pero más allá aún de lo que pueda captar y plasmar una cámara, en Canarias la isla es parte imborrable del imaginario popular. Hoy, San Borondón sigue viva en él, así como en canciones, leyendas orales y obras literarias.